Cuando
El
Fogonero cumplió 10 años, en 2016, comencé
una serie de pequeñas entrevistas a creadores cubanos que han sido importantes
para mí por alguna razón. La intención sobrepasó los límites de aquella fiesta.
Aún sigo enviando interrogantes y recibiendo respuestas.
El día que Marianela Boán recibió sus preguntas, me amenazó con hacerme una entrevista.
Poco después, ella y Alejandro me hicieron llegar un interrogatorio. Este
diálogo no es más que una transcripción resumida de las conversaciones que tenemos,
casi a diario, nosotros tres junto a Diana Sarlabous.
Por Marianela
Boán y Alejandro Aguilar
Marianela lo conoció en los años 80, cuando
estudiaba teatro en Cubanacán y formaba parte de un grupo que rechazaba
cualquier tradición y trataba de imponer la extrema vanguardia. Desapareció de
La Habana para hacer su tesis de graduación en las minas de Moa, en el extremo
oriente de Cuba, con actores aficionados.
Yo lo conocí en los 90 del hambre y la profunda
creatividad. Cuando volvió a La Habana y ganó un importante premio de poesía. Desde su partida de Cuba, en el 2000 (y la
nuestra tres años más tarde), no volvimos a verlo hasta un tiempo después, en
varias de nuestras visitas a República Dominicana.
Entonces ya hacía periodismo y producía
contenidos para campañas de publicidad y estrategias de comunicación. Luego nosotros
también nos asentamos aquí y la amistad se fue haciendo más fuerte hasta que nos
hermanamos.
Camilo es un creador de fábulas y crónicas,
un comunicador extraordinario y un estudioso obsesivo de todo lo que le
interesa, desde los ferrocarriles, hasta la naturaleza o la música (sobre todo
la de Andrés Calamaro). Pero es, sobre todo, un inconforme, un guajiro del
Paradero de Camarones que vive enamorado de la tierra, de la vida simple y de las
almas sencillas.
Casi siempre coincidimos. A veces, cuando no
nos ponemos de acuerdo, discutimos muchísimo y hasta nos peleamos ("flor
amarilla, flor colorá…"). Aunque siempre el cariño y la hermandad puede
más que nosotros y terminamos compartiendo una gran historia, un nuevo problema
o un buen Brugal.
Hoy nos metemos en su espacio, El Fogonero,
en un juego de provocar al provocador, para compartir con todos sus respuestas
a nuestras preguntas.
¿Cómo conviven el teatrista, el
periodista y el escritor en tu obra?
El
teatrista y el periodista apenas se conocieron, interactuaron muy poco. Cuando
llegué a República Dominicana y tuve que ejercer de periodista, hacía más de 10
años que había abandonado el teatro, un oficio para el que no estoy hecho. Soy
demasiado individualista, siempre acabo refugiándome en la soledad de las
palabras.
En
honor a la verdad, nunca me he sentido periodista, como tampoco me creo lo de consultor
en estrategias de comunicación. El único oficio que hubiera desempeñado cabalmente
es el de ferroviario. Pero desde niño siempre me gustó recrear el mundo que me
rodeaba y con los trenes reales no es posible jugar.
Cuando
estaba entre teatristas, me sentía escritor. Cuando estaba entre periodistas,
me veía como un hombre de teatro. La mayoría de los escritores me parecen muy
aburridos y siempre que puedo evito ser como ellos. Me gusta provocar y
provocarme, creo que eso es mucho más útil y productivo que tratar de estar de
acuerdo siempre.
Ralph
Waldo Emerson decía que la confianza en sí mismo está necesariamente asociada
al inconformismo. Esa debe ser la razón por la que nunca me conformo. De todos
los Camilo que he sido, en el que más pueden creer es ese que los viernes en la
tarde sube hasta una montaña con la mujer que ama para sembrar, escribir y esperar
la llegada de la neblina.
¿En qué medida prefieres ficcionar la
realidad que vives a la que escribes?
Me
crié con mis abuelos en una estación de trenes que estaba en medio de un campo.
Todos los hechos que ocurrían a nuestro alrededor seguían de largo, rara vez
llegaban para quedarse. Soy hijo único, apenas compartía con mis primos durante
los recesos escolares.
Eso
me convirtió en un ser muy solitario, que se veía forzado a reinventar el mundo
que lo rodeaba y a solo tomar de la realidad lo que mejor le sirviera para gestionar
su aislamiento. Cuando un tren llegaba, mi abuelo, que era el jefe de estación,
veía ferroviarios y pasajeros; yo, en cambio, veía historias, personajes, me inventaba
el pasado y el futuro de aquella gente.
Ese
mismo recurso después me permitió escribir reportajes, poemas, cuentos… pero
básicamente sigo siendo el niño que no se conformaba con lo que le ofrecía la
realidad y trataba de trastocarla, primero en su cabeza y después en una hoja
de papel en blanco.
¿Cual será tu primera novela?
Padezco
del trastorno obsesivo compulsivo de la personalidad. Eso me hace capaz de
plantearme muchísimos proyectos, siempre interesantísimos y muy ambiciosos. Pero
me preocupo excesivamente por los detalles, las reglas, las listas, el orden y la
organización.
Ese
perfeccionismo extremo al final interfiere con mi actividad práctica y los
resultados. Por eso soy incapaz de concluir la inmensa mayoría de las cosas que
me propongo. Aun así, tengo la esperanza de terminar Atlántida, una novela sobre mi infancia en la estación de
ferrocarril del Paradero de Camarones.
La
he empezado a escribir incontables veces desde 1987, el año en que murió mi
abuelo Aurelio y Atlántida, mi abuela, enloqueció. Ahora mismo trabajo en una
nueva versión que, en honor a la verdad, es la que más me gusta de todas. Ojalá
llegue a ponerle el punto final, me encantaría hacerle ese regalo a Diana
Sarlabous.
¿En cuál Cuba aceptarías ser el
alcalde del Paradero de Camarones?
Cada
vez que digo que el único cargo público que yo aceptaría es el de alcalde de mi
pueblo, muchos lo toman a broma. Las veces que lo he puesto en Facebook, por
ejemplo, le dan like con la carita de “me divierte”. Sin embargo, siempre lo he
dicho en serio, muy en serio.
Me
encantaría contribuir a que el Paradero de Camarones real se parezca lo más
posible al que tengo clavado en mi nostalgia, al que me imagino cuando lo
escribo o reescribo. Procuraría que, además de un bar y una cervecera (sus
únicos espacios públicos en la actualidad), tenga una biblioteca, un
anfiteatro, un parque, un jardín botánico…
De
niño, acompañé varias veces a mi abuelo a las asambleas del pueblo y la gente
lo primero que pedía era un cementerio. Como yo solo prometería y haría cosas
para los vivos, es muy probable que pierda las elecciones. Aun así, en una Cuba
libre y democrática, con todos y para el bien de todos, lo intentaría.
Si
alcanzo a ver esa Cuba, por muy viejo que esté, prometo que lo intentaría.
¿Qué te evocan estas palabras: Jeep,
Brugal, Thoreau y Diana?
La
pasión por los Jeep se la debo a mi padre, que me contaba cómo anduvo en un Willy’s,
junto a Camilo Cienfuegos, por el Frente Norte de Las Villas. En un Jeep,
también, él me llevó a conocer las alturas y los precipicios del Escambray, la
neblina de Topes de Collantes, el torrente del Hanabanilla… Esa es la razón por
la que nuestro Grand Cherokee lleva su nombre. Siempre que andamos por las
rutas dominicanas, siento que Serafín me acompaña.
El
día que llegué a Santo Domingo, Freddy Ginebra me regaló dos botellas de ron Brugal.
De una manera inexplicable, el bolso se desfondó y ambas se rompieron. Aunque lo
lamenté muchísimo, asumí aquello (según la tradición supersticiosa cubana) como
una señal de buena suerte.
Desde
hace 10 años colaboro con el equipo de Comunicaciones y Asuntos Públicos de Casa
Brugal. Esa asesoría (que es, de hecho, el empleo en el que más he durado en toda
mi vida) me ha permitido ser parte de una marca país que representa la identidad de su gente y producir contenidos para uno de los mejores
destilados del mundo.
El
placer que me produce esa experiencia solo es comparable con el de compartir un
Extra Viejo a las rocas en la Loma de Thoreau. Allá arriba, en el corazón de la
Cordillera Central dominicana, Diana Sarlabous y yo estamos sembrando un sueño
que podemos disfrutar despiertos.
Desde
que mi padre me llevó a conocer el Escambray, siempre soñé con subir una loma
en mi propio Jeep y dormir en mi propia casa, entre la neblina y las nubes.
Junto a Diana logré que eso se hiciera realidad. Con Diana también he logrado
ser feliz de la manera más simple, que es queriendo lo que se tiene y teniendo
a quien se quiere.
Diana Sarlabous es lo mejor que me ha pasado en mi vida, además de haber tenido hijos, escrito algunos libros y sembrado muchísimos árboles. Por eso cada vez que pronuncio las palabras Jeep, Brugal, Thoreau y Diana, recuerdo que soy un hombre feliz y, lo mejor de todo, lo hago sin tener que pedirle perdón a nadie por esa felicidad.
Diana Sarlabous es lo mejor que me ha pasado en mi vida, además de haber tenido hijos, escrito algunos libros y sembrado muchísimos árboles. Por eso cada vez que pronuncio las palabras Jeep, Brugal, Thoreau y Diana, recuerdo que soy un hombre feliz y, lo mejor de todo, lo hago sin tener que pedirle perdón a nadie por esa felicidad.
2 comentarios:
He disfrutado mucho esta entrevista. Ese acercamiento al amigo. Un abrazo.
TU SENCILLEZ ES APLASTANTE... DICES LAS COSAS MAS COMPLEJAS CON LAS PALABRAS MAS COTIDIANAS... FOGONERO TE ADMIRO TANTO!!!
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