Nos conocimos a mediados de la década
del 80, en una escuela de teatro que tenía a los mejores profesores posibles.
Eso, por fuerza, nos convirtió en buenos alumnos. No por lo que aprendimos, ni
siquiera por lo que hicimos, sino por todas las experiencias que compartimos.
Entonces, estábamos convencidos de
que cargaríamos con el peso de la isla por el resto de nuestras vidas y que nos
dedicaríamos, en cuerpo y alma, a crear obras y espectadores que fueran capaces
de transformar la realidad que nos había tocado como generación.
Pero con la caída del Muro de Berlín
se derrumbaron la inmensa mayoría de nuestros sueños. Fueron muy pocos los que resistieron
y persistieron, tanto en el teatro como en el país. Uno de ellos fue Raúl
Martín, quien es hoy uno de los más importantes directores teatrales de Cuba.
Aunque nos hemos visto muy pocas
veces en los últimos 20 años, conservamos la cercanía y el cariño que nos unió
cuando éramos condiscípulos en una escuela, una ciudad y un país que no volverán.
Eso hace que esta entrevista intente ser, de una manera irremediable, un camino
de regreso.
Cuando entraste a la Escuela de Arte
de Cubanacán eras un pepillito de El Vedado. Cuando saliste, estabas listo para
convertirte en uno de los más importantes directores de teatro de Cuba. ¿Qué le
debe Raúl Martín a los profesores y compañeros de aula con los que compartió
aquella experiencia?
Entrar en la Escuela Nacional de Teatro fue
una casualidad, un “accidente” que realmente definió mi camino. Años 80, en los
preuniversitarios se hacían unas reuniones para que la Unión de Jóvenes
Comunistas te diera el aval para ingresar a la Universidad.
Imagínate,
yo era rockero, “friki”, mis libretas estaban llenas de dibujos, nombres de
grupos musicales, canciones en inglés. Yo modificaba los pantalones del uniforme
para estrecharlos lo más posible, no me peinaba, bailaba tirado por el piso en las
escuelas al campo.
Reunía
todas las “condiciones” para que me negaran el aval y, por supuesto, me lo
negaron. Por eso no pude hacer la prueba de ingreso al Instituto Superior de
Arte (ISA), donde quería para estudiar actuación. Mi madre inició una apelación
al Ministerio de Educación Superior y… ¡¡¡Me investigaron!!!
Gané
la apelación unos meses después, pero ya no estaba a tiempo de ingresar en el
ISA. Ya tenía aval, pero no podía optar por mi carrera preferida. Ahí
fue cuando alguien me habló de la ENA, para la que sí estaba a tiempo.
Y
para allá fui. Tampoco fue llegar y
entrar. Un profesor que estaba en el tribunal, cuando vio mi estampa de “friki”,
me hizo preguntas muy teóricas que yo no estaba preparado para responder y
determinó que yo me había equivocado de escuela.
Al
final, las mujeres del tribunal se unieron y logramos una segunda oportunidad.
Meses después, me pasaron directo a la prueba práctica y logré matricular. Este
largo preámbulo es para contar cómo todos estos “accidentes” incidieron en mi
camino. La suerte quiso que pasara por esa escuela que cambió mi forma de
entender y asumir el teatro.
Teníamos
a extraordinario profesores. Irrepetibles, diría yo. Ellos me llevaron a
enamorarme de la profesión de director. Me enseñaron, además, atrezzo, teatro de
títeres, diseño de escenografía, luces y vestuario; historia del arte, del
teatro y del traje...
También
tenía a talentosísimos compañeros de clase que provocaban que cada experiencia
fuera muy fértil. Así fue que me gradué con todos los honores y elogios con una tesis
que constituyó, junto a la tuya, Camilo, uno de los dos mejores trabajos de
graduación. Era el año 1987, si no me equivoco.
Eres uno de los directores cubanos
que más ha insistido en el teatro de Virgilio Piñera. ¿Por qué vuelves a él una
y otra vez, qué buscas en Virgilio que no encuentras en ninguna otra parte?
Creo
que de las mejores cosas que le debo al Instituto Superior de Arte, a donde
entro a estudiar Dirección Teatral, es haber sido el único alumno del gran
Roberto Blanco. A él le debo mi primer acercamiento a Virgilio Piñera. Fui su asistente
en Dos viejos pánicos (1990), un
espectáculo que logró romper el silencio oficial alrededor de Virgilio.
Roberto
me insistió, como parte de su enseñanza, que yo debía trabajar con buenos actores
y buenos personajes. Nada mejor para eso que la inagotable galería de grandes personajes
que creó Virgilio. Personajes profundos, singulares y muy cubanos.
Me
enamoré de su obra dramatúrgica, poética, narrativa, de sus deliciosos relatos
de vida, de todo lo que tenía que ver con ese genio. Sentí que su mirada
paródica y burlona ante la imposibilidad de encontrar soluciones, era lo que yo
sentía y quería decir.
Comencé
a expresarme a través de sus palabras, sus personajes y obras me ayudaron a
encontrar un lenguaje, lo que podría llamarse un “estilo” de hacer teatro y
este tenía que ver, por supuesto, con mi forma de entenderlo y de tratar de
entender el mundo a través de él.
Así
me convertí, sin darme cuenta, en el más virgiliano de los directores cubanos.
Participé incansablemente de una década que puede llamarse “virgiliana” en la
historia del teatro cubano: Los 90. Monté varias de sus obras, llevé a la
danza-teatro sus poemas, sus relatos. Tienes razón, y lo hago consciente con tu
pregunta, en Virgilio encontré lo que estaba buscando para expresarme en el
teatro.
Encontré,
como en nadie, la legitimación poética de los personajes comunes, del lenguaje
popular, la elegía a lo pedestre, el hallazgo de un absurdo cubano y el humor
en su más elevada expresión. Descubrí que soy un “humorista” y que nada me
complace más que la risa como catarsis.
Ese
“bacilo”, el de Virgilio, me contaminó y marcó hasta mi relación con otros
grandes que monté y hasta escribieron para mí, como Abilio Estévez y Alberto
Pedro. Abilio me regaló el más virgiliano de sus textos: El enano en la botella. Alberto reescribió para mi grupo El banquete infinito y me confesó que
Virgilio se le había “posado” durante esa reescritura.
Eres uno de los más grandes habaneros
que he conocido. Desde mediado de los años 80 del siglo pasado, cuando nos
encontramos por primera vez en las aulas de la ENA, tú y la ciudad han cambiado
muchísimo. ¿Cómo está la relación de ustedes en este momento, qué han perdido y
qué han ganado?
¡La Habana! ¡La Habana! Tengo, hace 17 años,
una vista muy habanera desde la sala de mi casa. La contemplo desde mi hamaca y
son momentos que siempre añoro cuando estoy de viaje. Desde este balcón se han
despedido de la ciudad muchos amigos. Con ella de fondo hemos hecho tertulias,
proyecciones de películas, trabajos de mesa para montajes.
Con
ella de testigo también se ha hecho el amor. Un amigo, una vez, estaba cantando
en mi balcón y lo descubro emocionado. “¿Por qué siempre que uno mira La Habana
siente que tendrá que dejarla algún día?”, me preguntó. Poco después se fue en
una lancha; no estaba en sus planes, pero se fue.
Creo
que se refería a esa energía indescriptible que tiene la ciudad, esa que nada
ni nadie ha podido quitarle. ¡Y mira que la han maltratado! Abilio Estévez la
llama “la energía del adiós”. Sí, claro, los dos hemos cambiado mucho. En la
ciudad no hay grandes cambios visibles; pero su gente ha cambiado y eso, por
supuesto, cambia su energía.
Yo
escucho a quienes dicen que ya La Habana no es tan querida por los más jóvenes.
Puede que les falte la posibilidad de comparar o puede que estén desapareciendo
las singularidades que provocan el amor por ella. Es difícil para mí descubrir
las causas, creo que, inconscientemente, lucho para que no me pase lo que le
pasó a un gran escritor y amigo. Un día le dije que La Habana le dolía, que se
veía en lo que escribía. “Ya me está doliendo menos”, me respondió y se fue del
país.
Intento
no cansarme, porque la necesito para hacer teatro. Intento no asociarla con la
dificultad para seguir extrañándola en mis frecuentes viajes. Es un intento
difícil que hasta ahora he logrado, como ha logrado sobrevivir mi ciudad.
Recibí
tus preguntas en el aeropuerto de Miami, antes de volar a La Habana, con esa
sensación que se sigue sintiendo, la de regresar a lo tuyo, acompañada con la
misma pregunta: “¿qué me espera?”. Esa pregunta marca el cambio de mi relación
con La Habana. En cada regreso es una pregunta que se hace aún más difícil de
responder.
Siempre has defendido tus
convicciones y tu estética por encima de todas las modas y tendencias. ¿Cuál es
el precio que has tenido que pagar por eso, cuál ha sido la recompensa?
Roberto
Blanco dijo una vez que prefería hablar de buen teatro y mal teatro, más allá
de tendencias, estilos, estéticas… Pretendía decir que eso es lo único
concreto, que valida o no, una experiencia teatral. Y eso sigue siendo una
verdad incuestionable.
Nosotros
que hacemos un teatro de autor, partiendo de obras escritas, defendemos el
rigor y la creatividad en el estudio de los personajes, en el conocimiento y
práctica de la técnica actoral, en el estudio filosófico de lo que los autores
escriben y de tu propia realidad, de lo que vives a diario en esta convulsa
ciudad.
Podría
decir que el precio es ese: incitar al estudio a una generación llena de
talento, pero sin hábitos de estudiar. El esfuerzo se redobla porque la
formación se ha debilitado notablemente con la crisis de todos los centros de estudios.
Un esfuerzo extra, agotador, un desgaste mucho mayor que en otros tiempos.
Hay
muchas modas y tendencias que se ajustan a la realidad de hoy y, por necesidad,
renuncian a estos recursos. Como dictó Roberto, el buen teatro se impone y en
estas tendencias tenemos ejemplos espléndidos que nos nutren y otros ejemplos
lamentables.
No
es lo mismo ser pobre de recursos que de ideas. Sigo creyendo en el actor como
centro del discurso escénico y encamino todos mis esfuerzos hacia él. Sí, en
estos tiempos, es más duro lograrlo porque hay muchas realidades y experiencias
que intentan minimizar el trabajo del actor y yo sigo creyendo en él.
Me
interesa lo nuevo, estar pisando la actualidad y diciendo lo que creo que necesita
el espectador de hoy. Eso es, en definitiva, lo que hemos hecho siempre; no
sólo con mi grupo, también en cada una de mis experiencias con otras compañías
y disciplinas.
Ejemplos
muy fértiles son mis trabajos con la gran Marianela Boán, siempre buscando,
siempre rompiendo, borrando fronteras y profundizando. La gran recompensa: Los
teatros llenos de público y las ovaciones cerradas.
Cuba ha sido un personaje protagónico
de tu teatro. Si tuvieras que presentársela a un espectador que no tiene la más
mínima idea de quién es ella, ¿cómo la describirías?
Creo
que le regalaría La isla en peso de
Virgilio Piñera. No sé si podría describírsela o presentársela mejor. Haría lo
que mejor sabemos hacer los teatristas, apropiarnos de las palabras ajenas y
recrearlas. O trataría de responder, lo mejor posible, cada una de sus
preguntas.
Cuba
es, y parece que va a ser siempre, una incógnita. Trataría de estar a la altura
de sus incógnitas y estoy seguro de que yo mismo me sorprendería de mis
respuestas.