03 abril 2017

Gato Barbieri

Cuando estábamos construyendo la cabaña en la Loma de Thoreau, subíamos todos los sábados para ver el progreso de la obra. En uno de esos viajes, cuando aún faltaban unos dos meses para que pudiéramos mudarnos, descubrimos que una rata ya se había instalado en la cocina.
Lo primero que se me ocurrió fue bajar al pueblo para comprar una trampa. Diana, en cambio, pensó en un gato. La idea de la trampa era mucho más sencilla. Un buen pedazo de queso, con toda seguridad, sería irresistible. El gato, en cambio, necesitaba de alguien que se ocupara de él de lunes a viernes.
Nos estacionamos a medio camino entre la ferretería y Animal Planet, la tienda de mascotas de Jarabacoa. Fui por mi trampa, mientras Diana y María fueron a conseguir un gato. Compré una de esas que son tipo jaula y que te convierten en verdugo, porque debes ahogar a la rata una vez que es atrapada.
Cuando vi que María venía dando saltos de alegría, supe que se habían salido con la suya. Esa misma noche atrapé a la rata con la trampa y tuve que dejar a Barbieri (así le pusimos) encerrado en la que luego sería nuestra habitación. Ambos animales eran casi del mismo tamaño.
Han pasado cinco meses desde entonces. La trampa, ya oxidada, está donde guardamos los trastos que probablemente nunca más usaremos. No hemos visto a Barbieri cazar algo que no sean lagartijas, grillos y pequeños insectos, pero, en honor a la verdad, no hemos vuelto a ver un ratón.
Si salgo a caminar por el bosque, Barbieri me sigue de cerca como si fuera un perro. Si escribo, se echa a mi lado. Si leo, se me acuesta encima. A veces, mientras le acaricio la panza, le doy las gracias a la rata que ofrendó su vida para que nos encontráramos.
Al final, gracias a Diana y María, yo también he caído en una trampa. No tengo un gato, él me tiene a mí.

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