La primera década que despedí fue la de los ochenta del siglo pasado. Entonces era un estudiante de octavo grado, interno en una escuela provisional que habían hecho en la punta de una loma. Allá en El Nicho, solo nos rodeaba lo más intrincado del Escambray y un río que, después de abalanzarse por un sinnúmero de cascadas, le daba alcance al lago Hanabanilla.
En una plaza que le llamábamos picota, nos reuníamos alrededor de un esplendente radio Selena para escuchar las canciones que estaban de moda en el mundo: “Another One Bites the Dust”, de Queen; “You Shook Me All Night Long”, de AC/DC; “Call Me”, de Blondie; “Celebration”, de Kool & The Gang, y “Starting Over”, de John Lennon, entre muchas otras.
El último día de 1980, antes de que nos llevaran a casa en camiones, nos escapamos para el río. Siempre preferíamos una cascada enorme que ahora han convertido en un atractivo turístico y aparece en muchos álbumes de Flickr. Allí nos sorprendieron los profesores y todos recibimos un duro castigo.
Un muchacho de Cumanayagua, cuyo nombre ya se me extravió, se había hecho un tatuaje con guao (una planta que quema). Por unos días en su piel se pudo leer AC/DC, pero luego aquello se convirtió en una llaga y después en una cicatriz ilegible. Fue uno de los pocos sucesos que ocurrieron dentro de una rutina inquebrantable: por las mañanas trabajábamos en los cafetales y por las tardes íbamos a clases.
Ayer, en Quintas del Bosque, sembramos 2,500 matas de café. Esa es mi manera de despedir la primera década que vivo en República Dominicana. Treinta años después por fin he podido volver a las montañas. Es cierto que no son las mismas y que ya no entiendo la música que está de moda, pero el río al que me escapo ahora es una corriente helada que me devuelve, zambullida tras zambullida, todas las cosas que me hacen cada vez más libre.